En lo que respecta a relaciones con programas de televisión, “Sex and the City” fue la que no vi venir.
No me dejó boquiabierta como lo hizo el episodio piloto de “Grey’s Anatomy”. No me dio cinco años de felicidad antes de perder poco a poco su chispa como “Supernatural”. Fue, en muchos sentidos, la amiga de la que me enamoré poco a poco.
El programa debutó en 1998, cuando yo era demasiado joven para verlo y mi hermana mayor era demasiado cool como para interesarse. Yo era una niña, así que obviamente no me veía reflejada en ninguna de las mujeres en ese momento, pero apreciaba tener acceso a conversaciones de adultos. ¿Todas hablaban y pensaban así? ¡Qué raro!
Creciendo en la frontera de Texas, Carrie, Miranda, Charlotte y Samantha no eran mujeres que conociera en la vida real ni mujeres en las que alguna vez imaginé convertirme. Pero incluso siendo preadolescente, sabía que eran fabulosas, divertidas y que sabían pasarla bien. No necesitaba que fueran más que eso; hasta que lo necesité.
En 2023, decidí hacer mi tercer maratón de la serie original antes de la segunda temporada del spinoff “And Just Like That”, cuyo final se emitirá este miércoles y posiblemente marque el cierre de ese universo (pero nada termina realmente estos días, ¿cierto?). No había visto la serie desde el principio desde que tenía poco más de 20 años, cuando era asexuada en la ciudad, tras mudarme a Nueva York con metas, ambiciones y el peso del apodo que mis hermanas me habían dado después de años de mojigatería: Sister Mary Clarence. (“And Just Like That” se emite por HBO Max, que forma parte, al igual que CNN en Español, de Warner Bros. Discovery).
Esta vez, tenía un mes de posparto y estaba pasándola mal. Como ese inalcanzable enganche perfecto no formó parte de mi historia de maternidad, estaba extrayéndome leche exclusivamente y necesitaba hacerlo cada 2-3 horas durante todo el día para un bebé que necesitaba comer cada 3-4 horas. Saca la cuenta. Estaba exhausta y realmente necesitaba una risa que no fuera causada por la manía de la falta de sueño.
Así que por la noche, amortiguaba el sonido de mi extractor de leche zumbante con una manta mientras me sentaba frente a mi hijo dormido y me ponía los auriculares para ver a “las chicas”, como las llamaba en mi cabeza. Para cuando llegué a la cuarta temporada, lloraba con Miranda mientras luchaba por adaptarse a la maternidad, entendiendo profundamente cuando le confesó a Carrie que su mayor miedo era perder las conexiones que más valoraba: las que tenía con sus amigas.
Dos temporadas después, cuando Charlotte tuvo su aborto espontáneo, me sacudió de nuevo. Justo el año anterior, ese bulto triste en el sofá había sido yo, y no me recuperé en un día ni con la ayuda de un “True Hollywood Story” de E! sobre Elizabeth Taylor. Lloré por Charlotte porque conocía su dolor, y me sentí agradecida de saber que logré superarlo, con un extractor de leche zumbante como prueba.
Ver la serie en mis veintes me impactó de manera diferente que cuando la vi por primera vez, porque para entonces ya sabía lo que significaba estar sola, estar sin dinero porque amas los zapatos, sentirte rota, ser una buena amiga y también una mala amiga.
Ver la serie original y el spinoff en mis treintas ha sido una mezcla. Siento más empatía por sus versiones jóvenes, más juicio hacia las mayores que siento que ya deberían saberlo mejor a estas alturas, y una diversión infinita de hablar sobre personajes ficticios como si fueran personas reales a las que conozco desde hace décadas.
Puede que no hayas amado cada minuto del drama en pantalla o fuera de pantalla del universo de “Sex and the City”, pero –como en la vida real, donde la totalidad de nuestras historias nunca depende de una sola relación, una ruptura, una decisión, un error, un triunfo– un mundo lo suficientemente rico como para resonar a lo largo de décadas de tu existencia es algo que merece celebrarse.
En su mejor momento, la serie ha sido perspectiva envuelta en una caja azul Tiffany, por decirlo así. Porque ha servido de recordatorio de que, si sobrevives a cosas difíciles –como bendiciones disfrazadas de corazones rotos o corazones rotos disfrazados de fin del mundo– el tiempo suficiente para tener perspectiva, ese es un regalo que nunca pasa de moda.
Es hora de admitir que “Sex and the City” nunca fue una aventura pasajera. Fue amor.
The-CNN-Wire
™ & © 2025 Cable News Network, Inc., a Warner Bros. Discovery Company. All rights reserved.