Las elecciones del martes podrían dejar a Estados Unidos más dividido que nunca: ¿por qué?

Las elecciones de esta semana probablemente marcarán otro hito en la fragmentación de Estados Unidos en bloques divergentes y cada vez más hostiles de estados rojos y azules.

De Nueva Jersey y Virginia a California, los resultados del martes podrían extender un proceso que ha permitido a cada partido consolidar el control político sobre vastas zonas del país, aumentando el conflicto entre los estados a un nivel no visto desde la era de los derechos civiles en la década de 1960, o incluso desde la Guerra Civil un siglo antes.

Esta votación podría profundizar la división de dos formas distintas. Triunfos demócratas en las elecciones a gobernador de Virginia y Nueva Jersey continuarían la tendencia de que los demócratas ganen la mayoría de los cargos en los estados que suelen votar azul en las presidenciales, mientras que lo contrario ocurre cada vez más para los republicanos en los estados típicamente rojos.

Aún más importante, esta votación casi con certeza acelerará la guerra por la redistribución de distritos electorales que amenaza con desarraigar los últimos bastiones de ambos partidos en territorios dominados por el otro. Tras los movimientos de Texas y otros estados controlados por republicanos para eliminar escaños demócratas en la Cámara de Representantes, la casi segura aprobación de la Propuesta 50 en California —que eliminaría hasta cinco distritos ocupados por republicanos— intensificará la carrera armamentista del rediseño de distritos entre ambos partidos. A medida que esa disputa se extienda por el país, es probable que condene a una porción considerable de los miembros de la Cámara que aún representan estados donde predomina el otro partido en elecciones presidenciales.

A medida que se vuelve más difícil para cada partido competir por cargos en los bastiones del otro, ambos parecen cada vez más dispuestos a desentenderse de los intereses y perspectivas de las regiones ajenas a sus coaliciones.

El presidente Donald Trump ha elevado esta dinámica a un nivel preocupante al tratar a los estados azules menos como socios en la gestión de una república federal que como territorios hostiles que deben ser dominados. Pero incluso futuros presidentes menos inclinados que Trump a ver a las regiones que no votan por ellos como “el enemigo interno” podrían tener crecientes dificultades para diseñar políticas nacionales aceptables para ambos lados de esta división cada vez más rígida entre el rojo y el azul.

Ya sea la aplicación militarizada de las leyes inmigratorias bajo Trump o los intentos del expresidente Joe Biden por fijar reglas sobre cómo las escuelas tratan a los estudiantes transgénero, grandes sectores del país reaccionan visceralmente cada vez que el otro partido intenta imponer sus prioridades mediante políticas nacionales, señaló Geoffrey Kabaservice, vicepresidente de Estudios Políticos del Instituto Niskanen, de tendencia libertaria.

“Estamos viendo dos bloques del país que cada vez tienen menos en común, y la idea de estar sometidos a las preferencias del otro se vuelve más y más intolerable”, dijo.

El endurecimiento del control partidista sobre grandes zonas de influencia ha sido una de las tendencias definitorias de la política del siglo XXI.

Los 25 estados que Trump ha ganado en sus tres contiendas son la cifra más alta que un candidato de cualquier partido ha logrado en ese número consecutivo de elecciones presidenciales desde que los republicanos Ronald Reagan y George H. W. Bush ganaron 38 en los tres comicios de la década de 1980.

Pero tras esa impresionante racha, en 1989 los demócratas aún controlaban una ligera mayoría de los escaños del Senado (40 de 76) y de las gobernaciones (21 de 38) en los estados que habían votado por Reagan y Bush cada vez.

Ese mundo ya no existe. Hoy, los demócratas prácticamente no tienen poder político en los 25 estados de Trump. Los republicanos controlan las gobernaciones en 22 de ellos, así como todas sus legislaturas estatales y sus escaños en el Senado.

Los demócratas son casi igual de dominantes en los 19 estados que han votado contra Trump en sus tres campañas. Controlan 17 de sus 19 legislaturas, todos menos uno de sus escaños en el Senado y todas las gobernaciones excepto las de Nueva Hampshire, Vermont y Virginia, donde la exrepresentante Abigail Spanberger es la gran favorita para ganar el martes. La contienda por la gobernación de Nueva Jersey es mucho más reñida, pero si la representante demócrata Mikie Sherrill mantiene su leve ventaja en las últimas encuestas, los demócratas controlarán 17 de las 19 gobernaciones de los estados anti-Trump.

Siempre hay excepciones —por ejemplo, los demócratas tienen buenas posibilidades de ganar un escaño en el Senado el próximo año en Carolina del Norte, uno de los estados de Trump—. Pero la tendencia general hacia una mayor alineación entre los resultados presidenciales y las demás elecciones en estados rojos y azules es clara, y probablemente irreversible a corto plazo.

Uno de los últimos bastiones de ambos partidos en territorios dominados por el otro han sido los escaños en la Cámara de Representantes. Incluso en los estados más azules, los republicanos suelen ganar en distritos rurales o periféricos, y los demócratas conservan espacios en las grandes áreas metropolitanas de los estados rojos.

Actualmente, los demócratas tienen 43 de los 185 escaños (23 %) en los estados que votaron tres veces por Trump. Los republicanos, por su parte, tienen 39 de los 185 escaños (21 %) en los estados que votaron tres veces contra él. (El Partido Republicano controla la mayoría de la Cámara de Representantes porque también posee 39 de los 65 escaños de los seis estados que han oscilado entre Trump y los demócratas en sus tres campañas).

Pero la actual guerra de redistribución de distritos podría reducir drásticamente el número de legisladores que sobreviven en territorio hostil. Los esfuerzos republicanos por redibujar mapas bajo presión de Trump en estados como Texas, Missouri, Carolina del Norte, Ohio e Indiana —y posiblemente Florida, Kansas, Nebraska y otros— podrían eliminar un tercio o más de los escaños demócratas en los 25 estados de Trump. Si la mayoría conservadora de la Corte Suprema debilita aún más la Ley de Derecho al Voto, como parece inevitable, los estados rojos podrían eliminar entre 12 y 20 escaños hoy representados por demócratas negros o latinos (aunque algunos se superpondrían con la redistribución partidista).

Los estados controlados por los demócratas no han respondido aún con la misma fuerza. Pero si la Propuesta 50 —la iniciativa impulsada por el gobernador Gavin Newsom para redibujar los distritos del Congreso en California— se aprueba de forma abrumadora esta semana, como parece probable, eso aumentará la presión sobre otros estados demócratas para actuar. La semana pasada, la legislatura de Virginia, controlada por los demócratas, comenzó el proceso pese a obstáculos importantes, lo que podría poner en aprietos a otros estados azules renuentes, como Colorado, Illinois y Maryland. Cuando este proceso concluya, los republicanos podrían perder una cuarta parte o más de sus escaños en la Cámara en estados azules.

Aunque el impacto partidista general de este intercambio probablemente favorezca a los republicanos (quizás de manera significativa, según lo que decida la Corte Suprema), los mayores perdedores serán los representantes de la Cámara en estados que normalmente votan por el otro partido.

Eso plantea complejas cuestiones de representación. Los votantes del partido minoritario en cada región podrían quedar con una representación mínima en la Cámara, aun cuando 26,8 millones de personas votaron por los demócratas en los 25 estados de Trump en 2024, y otros 26,8 millones votaron por los republicanos en los 19 estados anti-Trump.

Las implicaciones para la representación de las minorías raciales son aún más preocupantes. Entre 2010 y 2023, los votantes no blancos representaron el 92 % del crecimiento poblacional total en Alabama y Texas, el 87 % en Florida y el 81 % en Carolina del Norte, según un análisis de datos del censo realizado por el Instituto de Investigación sobre Equidad de la Universidad del Sur de California. En Mississippi, Louisiana y Georgia, todo el crecimiento poblacional provino de comunidades no blancas; la población blanca disminuyó, halló el instituto. Sin embargo, si la Corte Suprema restringe aún más la Ley de Derecho al Voto, los republicanos del sur podrían eliminar una docena o más de escaños de demócratas de minorías.

“La Ley de Derecho al Voto se aprobó para corregir las reglas amañadas del juego electoral; ahora vemos que el sur vuelve a adoptar viejos hábitos de suprimir las voces de las minorías en el proceso político”, dijo Manuel Pastor, director ejecutivo del instituto.

Con las gobernaciones, legislaturas y escaños del Senado ya alineados con los resultados presidenciales, la disminución de legisladores en territorios opuestos podría cortar uno de los últimos vínculos que obligan a los presidentes a considerar los intereses de los estados que no votan por ellos, señaló Eric Schickler, politólogo de la Universidad de California en Berkeley.

La necesidad de proteger a decenas de legisladores en estados donde normalmente no gana su partido da al presidente “una audiencia a la que quiere llegar… así que no puede simplemente desentenderse del estado”, explicó Schickler. “Eso ayuda a mantener unido al país porque significa que cualquier presidente tiene electores importantes en los 50 estados, no solo en los que votaron por él”. Si los legisladores de la otra parte se vuelven casi tan escasos como los demás funcionarios elegidos en los bloques rojos y azules, agregó, “eso solo agrava este movimiento en el que realmente están surgiendo dos EE.UU. de una manera que antes no habíamos visto”.

La disminución de funcionarios elegidos en estados dominados por el otro partido está cambiando las relaciones dentro y entre las formaciones políticas. En el Congreso, esa caída ya ha reducido las oportunidades de acuerdos bipartidistas.

Los legisladores de estados que suelen votar por el otro partido a menudo han sido mediadores que buscan consensos. Ahora, con casi todos los senadores —y potencialmente casi todos los representantes— procedentes de estados que también votaron por su partido en las presidenciales, los incentivos se han invertido: la mayoría enfrenta una enorme presión para apoyar siempre a un presidente de su propio partido y oponerse al del contrario.

En un panorama en el que los partidos obtienen sus mayorías legislativas principalmente de estados firmemente alineados con ellos a nivel presidencial, cada lado “puede gobernar sin tener en cuenta lo que el otro quiera o piense”, dijo Schickler, coautor de “Partisan Nation, un libro de 2024 sobre cómo la polarización ha desestabilizado el sistema constitucional.

Esta tendencia también está transformando la dinámica interna de los partidos. Los funcionarios elegidos de estados con inclinación opuesta en las presidenciales solían ser el núcleo de movimientos de reforma destinados a ampliar la base de votantes. El más exitoso de los últimos tiempos —el Consejo de Liderazgo Demócrata, fundado en 1985 para reconstruir la competitividad presidencial del partido— giró en torno a demócratas elegidos en estados que se inclinaban hacia los republicanos bajo Richard Nixon y Ronald Reagan, recordó Al From, su fundador.

“El movimiento de reforma buscaba ayudarte a ganar en lugares donde normalmente no ganamos”, dijo From. “Por eso al principio se nos consideraba dominados por el sur y el oeste, porque eran las zonas más vulnerables para los demócratas”.

Los funcionarios elegidos en esos territorios frágiles suelen ser una fuente de pensamiento innovador. Una de las razones por las que Bill Clinton pudo replantear tan eficazmente los enfoques tradicionales de su partido fue que, como gobernador de Arkansas —un estado poco receptivo a esas ideas—, tuvo que reformular las prioridades progresistas de modo que fueran aceptables para la mayoría de los votantes.

Evan Bayh, demócrata e hijo de un exsenador que fue gobernador y luego senador por Indiana, dijo que ganar en un estado inclinado hacia los republicanos implicaba “ir más allá de la base sólida de mi partido; tenía que acercarme a los independientes y a los republicanos moderados, y eso implicaba compromiso”.

Bayh, quien estuvo en la lista de posibles compañeros de fórmula de Barack Obama en 2008, señaló que operar en un entorno político tan desafiante también exigía pensamiento creativo. “No aprendes nada nuevo viviendo en una cámara de eco”, dijo. “Tienes que mantener la mente abierta a distintos puntos de vista, y eso puede realmente estimular el proceso de formulación de políticas”.

Estas preocupaciones sobre cómo la polarización geográfica ha debilitado el compromiso y la innovación política no son nuevas. Del mismo modo, los conflictos entre presidentes y estados del bloque contrario se han acumulado durante años y las demandas de coaliciones de fiscales generales de estados rojos o azules para frenar las iniciativas de un presidente del otro partido se han vuelto rutinarias.

Pero Trump ha llevado esas tensiones a algo más parecido a una guerra civil fría. Él y sus asesores han retratado a los estados azules y a sus funcionarios como ilegítimos y antipatrióticos, los han presionado para adoptar políticas sociales de los estados rojos amenazando sistemáticamente con cortar fondos federales, han arrestado o amenazado con arrestar a demócratas estatales y locales, y han sometido a ciudades azules a una aplicación agresiva de las leyes inmigratorias y a despliegues de la Guardia Nacional, pese a las objeciones —y demandas— de las autoridades locales, mientras alientan a estados rojos a enviar tropas a jurisdicciones demócratas.

Trump no “se ve a sí mismo como presidente de todo el país”, dijo From. Su visión sobre los estados azules, añadió, parece ser “que no votaron por él, así que quiere castigarlos, del mismo modo que actúa contra sus enemigos personales”.

Trump puede alimentar esas fuerzas centrífugas de una manera particularmente peligrosa. Pero a medida que cada partido llega a creer que prácticamente no tiene intereses ni posibilidades en la esfera del otro, crece la tendencia de ambos a verse menos como vecinos y más como adversarios. Nadie puede predecir exactamente qué consecuencias traerá esa animosidad creciente, pero incluso los escenarios más sombríos ya no parecen inconcebibles.

“Por un lado, no hay forma concebible en la que la división del país tenga sentido alguno”, dijo Schickler. “Por otro, también parece mucho más difícil de lo que habría imaginado que el país siga unido como uno solo ante estas fuerzas”.

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