Desde que en 1966 Inglaterra inauguró la tradición de las mascotas mundialistas con un simpático león bautizado World Cup Willie, animales de todos los tamaños y colores han desfilado por la principal cita del fútbol: un perro, un gallo, un leopardo, un armadillo y más.
El próximo año, dos grandes mamíferos y un ave se sumarán a la variopinta colección. El águila calva Clutch, el jaguar Zayu y el alce Maple serán las mascotas de la copa 2026 en representación de los anfitriones Estados Unidos, México y Canadá, respectivamente.
La elección, por supuesto, no es al azar: estos animales son símbolos de los países a los que representan, con un fuerte arraigo en sus culturas. Y también son representativas de nuestro vínculo con el medio ambiente. Sus historias reflejan las acciones destructivas de las que hemos sido capaces, y también las de reparación.
A mediados del siglo pasado, el águila calva —adoptada como símbolo nacional de Estados Unidos en 1782— estaba en peligro de extinción.
Estas magníficas aves habían perdido partes de su hábitat de anidación y era víctimas de disparos de quienes consideraban que depredaban al ganado doméstico y las gallinas, entre otros animales, aunque lo cierto es que se alimentan principalmente de carroña y peces (incluso se ofrecían recompensas por cadáveres de águilas, como recuerda la American Eagle Foundation).
Además las intoxicaba el DDT, un pesticida de uso extendido que se filtraba a cursos de agua y contaminaba especies que luego las aves comían, tal como explica el Servicio de Pesca y Vida Silvestre. Sus químicos afectaban la fuerza de las cáscaras de los huevos, que como resultado eran más finas y se rompían en la etapa de incubación o directamente no llegaban a eclosionar.
Y entonces Estados Unidos actuó. En 1940, el Congreso aprobó la Ley de Protección del Águila Calva, que más tarde incluyó también águila dorada, y que prohibía matar, vender o poseer ejemplares o partes como plumas, aves o nidos.
Un cuarto de siglo después, los congresistas incluyeron al águila calva en la lista de especies en peligro de extinción, lo que permitió un mayor trabajo en programas de cría en cautividad, control, protección de los lugares de anidación e iniciativas para reintroducir la especie en lugares donde estuviera diezmada.
Y en 1972, la agencia de protección ambiental del Gobierno federal tomó una decisión clave que en su momento no estuvo exenta de polémica: prohibir el uso del DDT y otros pesticidas. En el proceso para que eso sucediera fue fundamental un libro llamado “Silent Spring”, publicado una década antes, en la que bióloga y conservacionista Rachel Carson había documentado los efectos del uso indiscriminado de pesticidas en especies.
Los cuidados dieron resultados y las águilas calvas, que además de símbolo nacional tienen un especial valor espiritual para algunas tribus nativas, empezaron una recuperación espectacular. En 2007 salió de la lista de especies en extinción. Hoy cifras oficiales estiman que la población asciende a 316.700 individuos.
El jaguar, el rey de los felinos de América y el tercero más grande del planeta —después del tigre y el león— está catalogado como especie en peligro de extinción en México, donde es víctima, como en el resto de países del continente que habita, de amenazas múltiples que van desde la pérdida y fragmentación de su hábitat hasta la caza furtiva, los conflictos con humanos y el cambio climático que altera los patrones del clima y los ecosistemas, y con ello los recursos que necesita para sobrevivir.
La distribución de este felino feroz y veloz, cuyo proviene del tupí-guaraní “yaguara” y significa “el que caza de un salto”, es desigual a lo largo del continente. “El jaguar ha sido prácticamente eliminado de gran parte de las zonas norteñas más secas de su área de distribución —Arizona y Nuevo México en Estados Unidos, y el extremo norte del estado de Sonora en México—, así como del norte de Brasil, los pastizales de matorral pampeano de Argentina y todo Uruguay”, dice la organización de conservación WWF. Se estima que ha desaparecido del 50 % de su área de distribución original.
En México, pese a estar en peligro de extinción, hay signos esperanzadores: la población aumentó un 10 % en los últimos seis años, pasando de 4.100 ejemplares en 2018 a 5.300 en 2024, informó recientemente la Alianza Nacional para la Conservación del Jaguar.
En coordinación con el Estado y las comunidades, la alianza ha creado 14 áreas naturales protegidas para garantizar la preservación de la especie y ha implementado corredores biológicos —áreas del territorio que actúan como puentes para que las especies circulen y se conecten—, así como pasos de fauna en carreteras para que los vehículos no los atropellen.
Varias de estas acciones apuntan contra el problema de la fragmentación de hábitats: las enormes áreas por las que los jaguares transitaban antaño han sido intervenidas por la expansión de las ciudades, la ganadería, la agricultura a gran escala y la tala, por lo que reconectar espacios que siguen preservados también se ha vuelto una tarea fundamental.
Las cifras son representativas de ciertas mejoras y de los desafíos persistentes: para que la población deje de estar en peligro en el país se necesitarían unos 8.000 individuos, dice la alianza, un crecimiento que podría tardar tres décadas.
La presencia de los jaguares es clave para que los ecosistemas se mantengan sanos por dos motivos, explica la WWF: por un lado, al ser los mayores depredadores del continente, regulan los tamaños de las poblaciones de otros animales. Por otro, como necesitan grandes porciones de territorio para desarrollarse, son una “especie sombrilla”, es decir “una especie que, al ser protegida, conserva el hábitat de otros cientos de especies que comparten su hogar”. “En otras palabras, si el jaguar está sano, su ecosistema y el resto de especies que habitan allí lo están”, explica la organización.
El alce, reconocido por sus espectaculares astas, está catalogado como especie de “menos preocupación” en la lista de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, que analiza el estatus de decenas de miles de animales y plantas. Este es el mejor lugar posible en la lista, una buena noticia para los “mooses”, cuyo nombre proviene del algonquino, grupo de lenguas indígenas de América del Norte, y quiere decir “comedor de ramitas”, en referencia a su dieta herbívora.
Esto no quiere decir que estos animales valientes —que en su hábitat natural se defienden de grandes carnívoros como los osos y los lobos con sus astas y pezuñas— no enfrenten amenazas. Como sucede con el jaguar, su principal problema es la destrucción y fragmentación de su hábitat por la intervención humana de los ecosistemas, en especial por la forestación y agricultura.
También los afecta el cambio climático. Según la National Wildlife Federation de Estados Unidos, que analiza la situación de la especie en ese país, “los alces están en peligro en todo Estados Unidos, desde Nueva Hampshire, Vermont y Maine, hasta Minnesota y Michigan, e incluso Montana”, perjudicados por el calor y las enfermedades y parásitos que conllevan el aumento de temperaturas producto del cambio climático.
Sin embargo, las cifras son robustas. En América del Norte se estima que la población de alces, la especie más grande de ciervos y cuyo nombre en inglés moose proviene, ronda el millón.
Y a nivel mundial —también habitan en el norte de Europa y de Asia, siempre en áreas frías— están creciendo.
Las imágenes de Clutch, Zayu y Maple se reproducirán el próximo año en millones de televisiones, teléfonos y álbumes de figuritas de amantes del fútbol que estarán concentrados en las mejores jugadas y las posiciones en las tablas de clasificación. Y en medio de la fiebre futbolística serán un recordatorio de todo lo que tenemos por cuidar.
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