(CNN) — Estaba destinado a sonar devastador, y probablemente así lo sintieron las milicias proiraníes que lo recibieron. Pero los ataques aéreos de este viernes por la noche contra más de 80 objetivos en Iraq y Siria fueron —hasta ahora— una respuesta comparativamente limitada a la peor pérdida de vidas militares estadounidenses en la región en casi tres años.
La noche de este viernes intentó sonar fuerte, pero es probable que no resuene durante mucho tiempo. El Mando Central estadounidense informó que Estados Unidos había desplegado bombarderos pesados —los B-1B Lancer— para atacar 85 objetivos en siete ubicaciones. Puede que se determine que los ataques causaron más daños cuando salga el sol. Pero no fue ni mucho menos lo más doloroso que el Pentágono era capaz de infligir.
Podría haber más; el secretario de Defensa estadounidense, Lloyd Austin, sugirió que esto era el principio. Pero este viernes, la respuesta estadounidense duró solo 30 minutos, según la Casa Blanca. Fue breve, quizá contundente, pero no un shock.
Fue una elección clara y calculada. La administración de Biden se enfrentaba a una tarea casi imposible: golpear lo suficientemente fuerte como para demostrar que lo dices en serio, pero también asegurarte de que tu oponente puede absorber el golpe sin devolverlo. Estados Unidos había telegrafiado su respuesta durante más de cinco días, en los que funcionarios de alto rango habían informado sobre su naturaleza y su severidad, e incluso habían insinuado sus objetivos.
Estados Unidos lanza ataques de represalia en Iraq y Siria contra grupos respaldados por Irán
Es probable que esta advertencia tuviera por objeto reducir el riesgo de malentendidos y, tal vez, permitir a las milicias atacadas cambiar de ubicación y reducir la pérdida de vidas humanas. También es posible que su objetivo fuera garantizar que los ataques estadounidenses no se confundieran con los de Israel, lo que podría haber provocado represalias contra los israelíes y arriesgado otro ciclo de escalada.
Esta volatilidad redujo las opciones de Biden a una mínima parte de las capacidades estadounidenses. Cuando su predecesor Donald Trump hizo matar en 2020 a la figura militar de más alto rango de Irán, el comandante de la Fuerza Quds Qasem Soleimani, la región estaba lejos del borde del abismo. Pero el riesgo de conflagración en 2024 es el más alto que ha habido en décadas. Los errores, o los éxitos imprevistos, pueden llevar a espirales, y eso puede desembocar en un conflicto inevitable y más amplio.
Resulta casi milagroso que no haya estallado ya un conflicto más amplio en Medio Oriente cuatro meses después del ataque del grupo militante palestino Hamas contra Israel y el actual asalto a Gaza que desencadenó. (De hecho, cabe preguntarse, si los últimos meses no han sido suficientes para que los aliados prima facie de los palestinos intervengan, ¿qué lo sería?). Sin embargo, hasta este viernes, a pesar de la lenta ebullición de las tensiones entre Estados Unidos, sus aliados y los numerosos representantes de Irán, seguía siendo improbable que se produjera una guerra más amplia.
Las guerras suelen producirse en el raro caso de que ambas partes las deseen, o en la ocasión más común de que las partes determinen que un conflicto abierto es inevitable, o a veces cuando se han quedado sin espacio diplomático. O tropiezan con ellas a través de una salvaje espiral de escalada.
Ni Irán ni Estados Unidos quieren una guerra. El gobierno de Biden tiene elecciones a la vista, en las que no necesita otra costosa aventura exterior, problemas por su política hacia Israel o un aumento de los precios del petróleo. La economía iraní sigue tambaleándose, los disturbios internos son un recuerdo aún no lejano y sus objetivos más amplios son una influencia regional desmesurada, el aprovechamiento de su relación técnica con Moscú y la aparente búsqueda precipitada de un arma nuclear.
Este es el bombardero B-1 de la Fuerza Aérea de EE.UU. usado en el ataque a objetivos en Iraq y Siria
El presidente Joe Biden y el secretario de Defensa Lloyd J. Austin III asisten al traslado digno de los restos de los sargentos de la reserva del ejército William Rivers, Kennedy Sanders y Breonna Moffett en la base aérea de Dover, Delaware, el 2 de febrero de 2024. (Credit: Joshua Roberts/Reuters)
Es por esta crisis —de la que rara vez se habla, pero que suena fuerte en el ruido de fondo— por lo que quizás Teherán y Washington estén contentos de ahorrarse su confrontación directa. Desde el 7 de octubre, Irán ha aumentado su enriquecimiento de uranio por encima del 83%, lo que hace temer que se esté acercando a la capacidad de fabricar una bomba nuclear, algo que insiste en que no desea.
El Organismo Internacional de Energía Atómica, agencia de control de la ONU, ha sugerido que el enriquecimiento de uranio iraní puede haberse ralentizado en las últimas semanas, pero la perspectiva de proliferación nuclear vuelve a estar más cerca. Mientras tanto, Washington se contenta con dejar esta crisis inminente fuera de sus temas de conversación. Y Teherán se contenta con aguijonear a sus principales adversarios, solucionar sus problemas internos y evitar un conflicto más amplio.
Es probable que se critique a la administración de Biden por no utilizar el mismo enfoque contundente y directo de Trump en 2020. Sin embargo, la percepción de que el poder es el único medio de proyectar fuerza es peligrosa. Estados Unidos puede infligir mucho daño, donde quiera y cuando quiera. La decisión de Biden hasta ahora de no enviar a muchos otros estadounidenses a morir en un conflicto más amplio, en nombre de vengar la muerte de tres de sus compañeros, no es debilidad, sino el reconocimiento de que el poder se define por su uso mesurado. Sus críticos harían bien en recordar que el audaz asesinato de Soleimani por parte de Trump no impidió que llegáramos a este punto.
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