Así extorsionan los traficantes en el Sahara a las familias de refugiados exigiendo rescates

Desde el salón de su apartamento en un tercer piso en la Alemania rural, Abeba hace una mueca de dolor mientras mira su teléfono.

“Este será mi último mensaje”, dice su hermano menor, Daniel, en un audio. “Entiendo que quizás no tengas los recursos económicos para ayudarme directamente, y nunca esperé eso de ti. Por favor, asegúrate de que mi mensaje llegue a quienes puedan ayudar”.

Ella y su esposo no saben con exactitud dónde está su hermano. En algún lugar del sur de Libia. Han oído que es una zona llamada Kufra. Lo que sí saben es que cada vez que llama o reciben un video, está siendo torturado sin piedad por hombres que permanecen fuera de cámara. Videos vistos por CNN muestran a Daniel atado, orinado, pateado y golpeado con una barra de metal. CNN utiliza seudónimos para Daniel y Abeba por temor a represalias.

Si su familia no logra reunir los US$ 10.000 que exigen sus captores, podría morir pronto.

CNN ha hablado con decenas de personas y familias en su misma situación. Daniel es solo uno de un número desconocido de migrantes que actualmente son torturados casi a diario en algún lugar del desierto del Sahara, en Libia.

Libia, en el norte de África, ha sido durante mucho tiempo el país de tránsito preferido por quienes desean cruzar el mar Mediterráneo para llegar a Europa. En el extremo noreste del Sahara, su vasto desierto marca la última etapa en el continente africano para quienes huyen de la guerra, la persecución y la falta de oportunidades en busca de una vida mejor.

Los pasajeros de esta peligrosa ruta cambian con el tiempo, al ritmo de los conflictos. Recientemente, la gran mayoría proviene de Sudán, país sumido en una brutal guerra civil que ha desplazado a millones de personas.

Inevitablemente, el tráfico de personas es un gran negocio.

Gran parte de este tráfico es relativamente funcional: los clientes pagan cientos de dólares para ser transportados en condiciones precarias hasta la costa de Libia, y luego en una lancha neumática sobrecargada con destino a Italia o Grecia.

Pero si alguien tiene la mala suerte de provenir de un país con una gran diáspora —rico, al menos en comparación con el resto—, corre un alto riesgo de caer en manos no de contrabandistas, sino de traficantes que coaccionan y explotan a quienes controlan.

Los eritreos, que constituyen el segundo grupo más numeroso de refugiados registrados en Libia, según las Naciones Unidas, pertenecen a este grupo. Su nación, hermética y dictatorial, suele ser llamada la Corea del Norte de África. Miles huyen de su servicio militar obligatorio e indefinido, y algunos caen víctimas de redes de trata de personas.

Esto es lo que le sucedió al hermano de Abeba.

Sobrevolando el Sahara en la parte trasera de un helicóptero Mi-17 bimotor turbohélice de la era soviética, resulta evidente la impunidad con la que operan los traficantes.

El desierto es inmenso. El árido paisaje marciano se extiende hasta donde alcanza la vista, interrumpido solo ocasionalmente por las tenues huellas de neumáticos que marcan el camino sin pavimentar que recorre Libia de norte a sur.

“Hacemos lo que podemos con los recursos que tenemos”, afirma el coronel Mohammad Hassan Rahil desde el puesto de mando en la cima de una colina en el desierto, cerca de la frontera con Sudán.

Sus fuerzas forman parte del Ejército Nacional Libio y viven en un pequeño complejo con aire acondicionado, rodeado por cientos de kilómetros de desierto. Recorren los caminos arenosos y detienen cualquier vehículo sospechoso. Pero los traficantes conocen este terreno mucho mejor que ellos. Para un observador, sus esfuerzos parecen completamente inútiles.

Esto queda claro en Al Jawf, el primer asentamiento importante que encuentran los migrantes al transitar por la vasta provincia de Kufra, en Libia, de sur a norte.

En las celdas fétidas y superpobladas del centro de detención de migrantes de la ciudad, los funcionarios identifican a un hombre sudanés que había sido arrestado el día anterior.

Creen que es un intermediario financiero que ayuda a transferir dinero entre familiares de víctimas de trata que viven en el extranjero, como Abeba, y los traficantes, tanto en Libia como en refugios seguros en el extranjero, que se benefician de este negocio.

“Yo los recibo y luego deduzco mi comisión”, le dice sin rodeos al interrogador sobre los pagos. CNN no lo identifica porque no se le imputaron cargos formalmente.

El sector está altamente compartimentado. Muchos de los pagos se envían a través de un sistema informal de transferencia de dinero conocido como “hawala”. Debido a que se utiliza ampliamente para enviar remesas legítimas y opera exclusivamente entre particulares mediante mensajes de texto y llamadas telefónicas, es prácticamente imposible rastrearlo.

—¿Los tortura? —pregunta el interrogador al sudanés refiriéndose al traficante a quien supuestamente transfiere dinero.

Es muy posible que este hombre no tenga ni idea de la magnitud de la sórdida industria que está facilitando.

—Solo Dios lo sabe —responde el sudanés.

Pero sí tiene información útil. El traficante y sus “pasajeros” operaban desde una granja a menos de un kilómetro de la comisaría.

La Policía se dirigió al lugar para allanarlo. Pero cuando llegó la caravana de camionetas, ya era demasiado tarde. Pasaportes extranjeros y ropa de cama estaban esparcidos por las habitaciones, pero tanto los captores como las víctimas se habían marchado hacía rato.

Cuando detienen a los traficantes, suele ser por suerte, no por un trabajo policial avanzado. Hace tres años, dos sudaneses llegaron por casualidad a una comisaría en la ciudad desértica de Tazirbu.

Explicaron que acababan de escapar de una granja cercana, donde cientos de hombres estaban retenidos para pedir rescate por ellos, golpeados mientras sus familias eran extorsionadas.

La Policía se equipó y asaltó el recinto, usando una azada para romper el candado de una puerta interior. En unas imágenes granuladas grabadas aquel día de agosto, decenas de hombres salieron en tropel de la estrecha habitación en la que estaban confinados y gritaron “¡Allahu Akbar!” mientras caminaban hacia la luz del sol, con los brazos en alto.

Mientras la Policía los reunía en el patio, comenzaron a gritar y a señalar a un hombre que no había estado en la habitación con ellos: su captor.

Se llama Tsinat Tesfay, un eritreo de unos treinta y tantos años. Condenado el año pasado por “desaparición forzada”, cumple ahora cadena perpetua en la prisión central de Bengasi, donde CNN obtuvo un acceso extraordinario para hablar con él. Bengasi está controlada por el Ejército Nacional Libio, bajo el mando del comandante Jalifa Haftar, y no por el Gobierno de Unidad Nacional, reconocido internacionalmente, que domina el dividido país.

“No hice nada”, declaró Tesfay a CNN. “Solo digo que fue un error venir a Libia. Nada más”.

Los grupos de traficantes suelen ser una mezcla heterogénea: libios junto con ciudadanos de los países de origen de los migrantes, quienes traducen las llamadas de rescate a las familias y, a menudo, son los encargados de cobrar los pagos.

El dinero rara vez se queda en Libia. En 2023, fuerzas emiratíes que operaban en Sudán arrestaron a Kidane Zekarias Habtemariam, presunto cabecilla eritreo de una red de tráfico de personas, y lo extraditaron a Emiratos Árabes Unidos. Está a la espera de ser extraditado a Países Bajos, donde la Fiscalía planea juzgarlo. Según la Fiscalía, aún no se ha declarado culpable ni inocente.

Un tribunal neerlandés ya tiene previsto celebrar una audiencia este mes contra otro eritreo, acusado de pertenecer a una organización criminal dedicada al tráfico de personas, la toma de rehenes, la extorsión y la violencia, incluyendo la violencia sexual.

Tesfay afirma que él mismo fue víctima de trata por parte de la red de Kidane, no perpetrador. Niega haber presenciado torturas.

“No vi ni oí nada”, declaró. “No vi nada delante de mí. Estaba en un almacén, comía, bebía, pagué [para ser introducido ilegalmente en Libia] y luego me sacaron”.

Según él, no hay nada que interpretar del hecho de que pudiera deambular libremente por el recinto cuando llegó la Policía. Sin embargo, cuando se le pregunta por qué tantos eritreos se unen a las redes de trata de personas en Libia, su explicación es clara.

“Quieren dinero”, dijo Tesfay. “Quieren dinero, así que trabajan en la trata. Quieren cambiar sus vidas”.

Es una explicación sencilla con profundas consecuencias.

En el Centro de Detención de Ganfuda, en Bengasi, decenas de mujeres y niñas jóvenes se apiñan en el suelo de un almacén lleno de colchones de espuma y bolsas de plástico, vestigios de una vida itinerante.

La mayoría de las personas aquí ya han pagado los rescates exigidos y han sido liberadas del cautiverio en el Sahara. Desde entonces, han sido detenidas por las autoridades locales por entrar ilegalmente en Libia. Ahora, esperan ayuda de las Naciones Unidas o de organizaciones no gubernamentales, ayuda que a menudo tarda meses en llegar.

Entre ellas se encuentra una adolescente eritrea, de 16 años, a quien CNN llama Abrihet por ser menor de edad.

“Estos tipos me tocaron”, dice refiriéndose a sus antiguos captores. “Te tocan. La mano. La pierna. No puedo explicarlo”.

Un médico del Gobierno en Bengasi confirmó que no está embarazada, pero esa es toda la ayuda que ha recibido hasta ahora. Todos los días, las mujeres y niñas a su alrededor lloran desconsoladamente al recordar lo traumático que les sucedió. Cada una tiene su propia historia desgarradora de abuso y sufrimiento.

Abrihet mira sus antebrazos, surcados por las cicatrices de las autolesiones.

“Quiero morirme, demasiado. Lo deseo. Pero no puedo… Quiero morir, pero no puedo hacerlo”.

Para chicas como Abrihet, es imposible comprender cómo se permite que esta red de abusos continúe año tras año.

La responsabilidad de detenerla recae en el coronel Mohammed Al-Fadhil, del Departamento para la Lucha contra la Migración Ilegal (DCIM, por sus siglas en inglés) de Libia. En un país dividido, con Gobiernos rivales, la agencia resulta atípica al operar a nivel nacional, tanto en el oeste reconocido internacionalmente como en el este y el sur controlados por Haftar.

La situación, insiste, es mucho mejor que antes. Pero la comunidad internacional debe intensificar sus esfuerzos.

“Miren, este asunto requiere la participación de los Estados”, afirmó. “Es una cuestión de colaboración. Todos los países deben asumirla. Toda la Unión Europea, los países afectados por la migración ilegal. Todos deben ser socios para erradicar este fenómeno”.

En 2016, la Unión Europea firmó un acuerdo con el Gobierno libio reconocido internacionalmente en Trípoli para financiar a las fuerzas libias con el fin de impedir que los migrantes cruzaran el Mediterráneo. Esto provocó una drástica disminución de personas que tomaron la ruta conocida como la del Mediterráneo Central desde el norte de África a Europa durante los años siguientes, pero también significó que a menudo fueran recluidas en centros de detención libios en condiciones insalubres.

El número de migrantes que se aventuran a realizar la peligrosa travesía ha ido en aumento en los últimos meses, particularmente entre el este de Libia y Grecia, donde se ha triplicado con creces en un año. Los eritreos se encuentran entre los más propensos a correr el riesgo: ahora son el segundo grupo nacional más numeroso que llega a Italia, después de los bangladesíes.

Organizaciones de derechos humanos han acusado al DCIM de mantener condiciones inhumanas y usar la violencia contra los migrantes. Un panel de expertos de la ONU alegó que los migrantes liberados durante la redada de Tazirbu fueron sometidos a nuevos abusos a manos del DCIM. Al-Fadhil afirmó que la acusación es “inútil si no va acompañada de pruebas claras”.

En octubre, había poco más de 100.000 refugiados y solicitantes de asilo registrados en Libia. Sin embargo, la cifra real de personas que huyen del conflicto en Libia es sin duda mucho mayor, ya que la ONU —encargada del registro de refugiados— solo opera en las zonas controladas por el Gobierno reconocido internacionalmente, en el oeste de Libia. Funcionarios de la ONU han solicitado ayuda para ampliar sus esfuerzos y asistir a la afluencia de refugiados sudaneses en Libia.

Haftar, que controla el este y el sur de Libia, dirige un Gobierno no reconocido por Estados Unidos ni por las potencias europeas. Esta es solo una de las muchas razones por las que el creciente sentimiento antiinmigración en Europa no se ha traducido en una mayor cooperación para detener a los traficantes de personas en el sur de Libia.

Tras meses de angustia y recaudación de fondos, Abeba finalmente pudo enviar el dinero suficiente para pagar la liberación de su hermano Daniel. Ahora se encuentra en Trípoli, ciudad del oeste de Libia, aún lejos de reunirse con su familia.

Pero su angustia al verlo sufrir abusos tan brutales —y haber perdido todos los ahorros de su familia para conseguir su libertad— la ha marcado profundamente. La destrozó.

“¡Que Dios los castigue por lo que hicieron!”, exclamó. “¿Cuántas madres lloran lágrimas de dolor por sus hijos y seres queridos? Les ruego que cuenten esta historia al mundo”.

The-CNN-Wire
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